El tornillo que me faltaba. Por Vicky Bendito.
Para que quede claro. Soy sorda. Sin audífono no oigo. Así de simple. Bueno, salvo que me griten o haya un estruendo tremendo. Por ejemplo, en una discoteca, puedo pegar la oreja al bafle y soy la chica más feliz de toda la pista, así, agarrada a una canción como “A quién le importa”, de Alaska.Me encanta la música, bailar, y escuchar, incluso el silencio en una sala vacía de gente. Amo oír. Pero el síndrome de Treacher Collins con el que nací me regaló una oreja, la derecha, con un conducto auditivo muy muy fino, y un muñón en el otro lado.Cuando el otorrino, después de aspirarme por enésima vez el tapón del oído derecho, me preguntó si me había planteado ponerme un implante ahí donde no tenía oreja, yo arqueé la única ceja que puedo mover, apreté los labios y negué con la cabeza..- "Pues coge tus cosas y ven conmigo" - me dijo. Y le seguí. El jefe del departamento me explicó en qué consiste el implante. No era coclear, sino externo. Se realizaba una pequeña perforación en el hueso temporal (aquí yo, aún muda, arqueé todavía más la única ceja que puedo mover y abrí más si cabe mis ojos. ¡Total, nada, un agujero ahí, en el hueso, en el cráneo, hala!). Después, había que esperar dos meses para que el tornillo de titanio que se colocaba en el agujerito se “agarrase” bien al hueso y luego se encajaba el audífono..- Mmm… ya, pero es que como nunca he utilizado el oído izquierdo, no sé si va a ser un poco complicado reeducar mi cerebro ¿no?.- dije. Yo, hasta entonces, con treinta y tantas primaveras, sólo había escuchado por el oído derecho gracias a un audífono retroauricular, de esos que se cuelgan detrás de la oreja. Nunca, pese a que las audiometrías registraban mejor audición, había podido utilizar el oído izquierdo, pues el conducto estaba cerrado al mundo exterior..- Bueno, mira, vamos a ponerte el audífono ahora sobre el hueso, para que te hagas una idea.Tomaron una diadema donde al final de uno de los lados había una especie de cajita marrón y me la colocaron en la cabeza. La sensación fue muy buena. Rara, porque eso de oír por los dos oídos era nuevo, pero muy buena. “Con el implante, la calidad del sonido es muchísimo mejor”, me explicó el médico, mientras yo, literalmente, no salía de mi asombro al comprobar lo bien que le escuchaba por los dos oídos..- Vale. ¿Cuándo?- Resolví.Para el 15 de octubre. Pilar, la enfermera, me explicó el papeleo y yo, después de hacerme los análisis, el electro y las placas de tórax, pedí hora con el anestesista..- ¿Alergias?.- A la piel de melocotón..- ¿Algún medicamento que no pueda tomar?.- La aspirina y el Espidifen me sientan fatal..- ¿Alguna operación anterior?.- Sí, del paladar abierto y dos de cirugía plástica, una de ellas incluyó maxilofacial. Una operación de urgencia cuando me corté el tendón de la pierna y ya..- ¿Algo que quiera añadir?.- Sí, creo que no se me puede intubar, no abro mucho la mandíbula..- ¿A ver? ¿Abra la boca?La mujer llamó a un compañero, que de nuevo me pidió que abriera mi boquita de piñón. Hablaron entre ellos y luego se dirigieron a mí:.- No hay ningún problema,.- Me dijo el hombre.- Ven el día de la operación que está todo bien.Decidieron que como había que sedarme, tendrían que ingresarme y que la operación sería un día después por la mañana. Llamé a mi familia para decirles que me había decidido y que me iba a colocar un implante. Todo el mundo me dio muchos ánimos, que hacía muy bien, me dijeron. Todos, menos mi madre, que tenía el temor lógico que toda madre tiene cuando a su polluelo, aunque tenga más de 35 años, le tienen que operar:.- ¡Uy, qué miedo!.- Me dijo..- ¡Mujer! Eso lo hace una máquina que cuando ha perforado los dos milímetros o los que sean, se retrae y no pasa nada… y si se pasan, pues ya sabes, ¡al otro barrio y punto! .- Contesté..- ¡Por Dios, hija, qué cosas dices! .- Replicó.El día de la operación llegó. Yo no estaba muy nerviosa… Bueno vale, sí, pero sólo un poquito muy pequeñito. En la habitación me puse el pijama y cuando llegó el momento, me despedí de mi familia, que había querido acompañarme en un día tan señalado. “Nos vemos cuando me hayan puesto el tornillo que me falta”, bromeé.Un enfermero empujó mi cama, conmigo sobre ella, claro, y bajamos en un ascensor a una sala donde había varias más y una enfermera se acercó para ponerme una vía..- Es mejor el brazo derecho.- le sugerí, porque no era la primera vez que me veía en esas- Tengo mejores venas en el derecho que en el izquierdo..- No, hay que ponerlo aquí.- contestó muy resuelta.¡Y claro, pasó lo que pasó!... que no había manera. Y ahí estaba la enfermera tratando de buscar la vena que hacía falta, mientras yo le decía, educadamente y con una sonrisa torcida: “Me está usted haciendo un poco de daño”. Pero la mujer había hecho de aquella empresa su objetivo en la vida, ¡y hasta que no me la puso, no paró!.- Disculpe, pero es que me duele mucho la mano.- Me quejé..- Es normal – Me dijo la enfermera condescendiente..- No, no es normal, me han puesto muchas vías en mi vida y ninguna me ha dolido como ésta, ¿me la puede quitar, por favor, y ponerme otra en el otro brazo?.- le dije muy seria y mirándole con ojos de pistola..- Si le duele, quítasela, ya le pongo yo una aquí.- Dijo otra mujer muy amable que en ese momento me pareció un ángel caído del cielo y que resultó ser la anestesista..- Es con anestesia local, ¿verdad, Virginia?Aquí el encantamiento se fulminó, el ángel se convirtió en rana y a mí empezaba a darme el patatús del siglo. ¡Anestesia local!.- Noooo, no, no, no, no, no.- Respondí como si me hubiera dado el baile de San Vito- General, sedación, de local nada..- Ah, muy bien, sí, mejor. Bueno, estate tranquila, ¿vale? Todo va a ir muy bien.¿Bien? ¿Estate tranquila? Casi era mejor levantarse de allí y salir por patas con aquel camisón, aunque tuviera las nalgas al aire. ¡La madre del cordero! Todas las señales del universo me gritaban que no me operara… Ya sólo faltaba que la máquina no calculase bien y en vez de un implante me hiciera una trepanación.En esto estaba pensando cuando alguien empujó mi cama y me introdujo en el quirófano..- Oiga, que el implante es en el oído izquierdo, ¿eh? Donde tengo el audífono, no, o sea, donde tengo oreja, no. Sólo en el izquierdo, repito, en el izquierdo, donde tengo el muñón de oreja ¿vale?.- acerté a recordar. A esas alturas me estaba mentalizando para ver las llaves de San Pedro..- Cuenta de diez a uno.- Me ordenó el anestesista..- Diez, el izq…er…do… .- y me quedé grogui. Cuando desperté, lo primero que hice fue tocarme la oreja izquierda para comprobar que ahí me habían hecho la obra. Suspiré y me entró hambre..- ¿Puedo desayunar ya? .- Pregunté..- Más bien dirás merendar, Virginia, que ya es por la tarde .- Me dijo la enfermera..- ¿Ya? Sí que se me ha pasado rápido el día.- Respondí.Al subir a la habitación y besar a mi hermana y a mi madre, mandé un sms a todos mis amigos y familiares: “Ya me han puesto el tornillo que me faltaba pero no me han devuelto la cordura”.Al día siguiente ya estaba en casa. Pasé dos semanas de baja, porque me dolía la cabeza y no podía ni ponerme las gafas. Tenía puesto un enorme apósito que tenía que retirar cada día para limpiar la herida con yodo y ponerme uno nuevo.Durante los dos meses que transcurrieron hasta que la herida estuvo bien curada, no pude lavarme el pelo con agua, sino con champú seco, un espray que rociaba sobre mi cabello y luego lo cepillaba. Al cabo de un par de semanas, mi fino pelo castaño había adquirido una textura pelo-casco sin igual. Ni siquiera el del novio de la Barbie le superaba. Mi desesperación capilar iba en aumento en cada revisión y en cada una de ellas se repetía invariablemente la misma conversación:.- ¿Me puedo lavar ya el pelo con agua, doctor?.- No, aún no, hay que dejar que la herida cure bien.- ¡Uf!.- respondía yo, desesperada.Según iba pasando el tiempo, cada vez que el médico me retiraba el pelo para curarme la herida mi cabellera era más sonora. O por lo menos a mí me lo parecía..- ¿Me puedo lavar ya el pelo con agua, doctor?.- Sí, pero con mucho mucho cuidado, sin mojar el implante y con jabón neutro¿Han probado ustedes a limpiarse el pelo con champú seco durante prácticamente un mes? Les aseguro que es una experiencia. ¡Qué gozada fue quitarme los kilos de champú seco que tenía acumulados en mi cabeza! Fui a casa de mi madre, quien me enjabonó y reenjabonó el pelo que resucitó con un brillo a lo Pantenne Pro V que casi cegaba la mirada. Mirándome al espejo meneé, con cuidado, la cabeza de lado y lado y de mi alma salió un sonoro: ¡Porque yo lo valgo! ¡Ya era hora!Dos meses después de la operación acudí a la consulta. Había llegado el gran día. El doctor no estaba en ese momento y en la salita de espera, frente a mí, se encontraba un hombre con una caja en la que podía leerse BAHA, la marca de mi audífono. Estuve a punto de guiñarle un ojo y decirle: “Psss, psss, yo soy la que se va a poner esa joya. Pasemos del doctor y pongámonos manos a la obra”, pero me contuve.Al rato apareció el doctor. Me colocó el implante, me explicaron cómo funcionaba (no tenía mucha ciencia… ninguna, la verdad), le dieron al “on” y voilá..- ¿Qué tal escuchas Virginia?.- Me inquirió el doctor con una sonrisa.- Es, es…¡la bomba!... ¡peeero la boooomba!... ¿Me puede poner otro en el lado derecho?Y el médico se rió. “Dentro de un tiempo”, le respondió, “hay que esperar a que a ver cómo te adaptas”..- No voy a tardar mucho, ya lo verá.- Le aseguré.Y no tardé nada. Desde el primer instante me sentí cómoda. Salí de la consulta, enfilé por el pasillo, hacia la derecha, fui caminando hacia el ascensor y, mientras, escuchaba. Escuchaba tantos sonidos a la vez que me resultaba difícil concentrarme. Era una orquesta sinfónica de sonidos cotidianos, una composición sonora sublime, la más hermosa que jamás había oído: Una enfermera llamando al siguiente paciente, el sonido de una camilla rodando y los pasos del auxiliar, el timbre del ascensor, el del teléfono de un despacho cercano, el murmullo de las mil voces que había en el hospital… ¡todo!Me di cuenta del silencio en el que había estado sumida sin saberlo, de lo poquísimo que había estado oyendo, del esfuerzo inconsciente que había estado haciendo para comprender, leyendo los labios, lo que me decían los demás, en el colegio, en la universidad, en el trabajo, en mi día a día, y me asombré de mí misma y de la maravilla de la ciencia.Crucé la puerta del hospital a la calle, me dirigí a la plaza de Cristo Rey, me senté y escuché.Escuché una moto de gran cilindrada atravesando la plaza, la bocina de un camión, el tronar de un autobús de la EMT, el taconeo de una chica muy alta que pasó cerca de mí, de izquierda a derecha, la conversación de una señora convenciendo a su marido de que lo que ella decía era lo mejor, el aviso del semáforo en verde para peatones, los motores de los coches parados y, ¡con todo ese ruido! Mi teléfono móvil. Era mi marido:.- ¿Qué tal?.- Preguntó ansioso..- Genial, no te lo puedo explicar, es… genial… ¡lo oigo todo! Escucho hasta la voz de un hombre que tengo enfrente de mí, a unos metros, que también está hablando por teléfono.- Le expliqué..- ¿Me estás escuchando por el lado del implante?.- Inquirió..- Cariño, soy rápida pero no tanto, aún no sé cómo colocar el teléfono sobre el implante, poco a poco.- Le dije..- Esta tarde me lo enseñas. Te quiero.- Me respondió y colgó.Todos los que me llamaban preguntaban lo mismo, si les estaba oyendo por la oreja biónica, y yo les respondía que no, que el nuevo oído estaba ocupado escuchando el mundo entero, menos lo que me decían por el móvil, que para eso tenía la oreja veterana.Y escuchando todo eso, sentada en la valla de la glorieta, recordé cuando de pequeña rezaba cada noche y le pedía a Dios en mis oraciones que me diera una oreja para oír y escuchar por los dos oídos, como todos los niños.Allí sentada, mientras me emborrachaba de los sonidos, lloré.