De esos libros que te tocan el corazón para siempre. Por Vicky Bendito.
“Sé que no soy un niño de diez años normal. Bueno, hago cosas normales: como helado, monto en bici, juego al béisbol, tengo una XBox... supongo que esas cosas hacen que sea normal. Por dentro, y o me siento normal. Pero sé que los niños normales no hace que otros niños normales se vayan corriendo y gritando de los columpios. Sé que la gente no se queda mirando a los niños normales en todas partes. Si me encontrase una lámpara maravillosa y solo le pudiese pedir un deseo, le pediría tener una cara normal en la que no se fijase nadie”.
Así comienza La lección de August, de R.J.Palacio, y una vez que empiezas ya no puedes soltarlo, porque August te acaba de robar el corazón.
Este libro me lo recomendó la presidenta de la Asociación Nacional Síndrome de Treacher Collins, Marisa Gil, un día que hablamos por teléfono. Fue una de esas recomendaciones que nacen de dentro, porque quien te la hace se ha quedado prendado de sus páginas, y yo no pude resistirme a comprarlo. Adquirí una edición digital que me fundí en menos de una semana. Me gustó tanto, que al terminarlo me compré una edición impresa para guardarlo en mi estantería, dentro de mi apartado de títulos favoritos.
Lo genial de La lección de August es que te muestra el punto de vista tanto del niño, que nace con una malformación craneoencefálica, como el de quienes conviven con él. Yo, obviamente, me he sentido muy identificada con August, con sus sentimientos, con cómo percibe el rechazo inicial de los demás, esos gestos de sorpresa, a veces de horror, a veces de estupefacción.
Es cierto, como dice August, que al final te acostumbras a las miradas y aprendes a ignorarlas, hasta tal punto que no las percibes, salvo que sean muy muy muy descaradas. Yo confieso que no me acuerdo de mi cara hasta que me veo en los ojos de los extraños. Tengo tan asumido cómo soy, que se me olvida que mi cara no es como las demás.
Recuerdo que una de las primeras veces que salí con mi suegra a dar un paseo por Madrid, la mujer, al bajar del autobús me dijo: "Mihijita, ¿no te molesta que te miren tanto?", y yo le dije, "Charo, la verdad es que ni me fijo". "Es que la gente es muy maleducada, mihijita, cómo te miraban... yo me le quedé mirando feo a un señor", añadió, y yo le agradecí el gesto entre risas, pero le dije que se fuera acostumbrando, porque eso forma parte de mi vida.
Otra vez, esperando el autobús en la parada, había un señor mayor a mi lado. El pobre no podía dejar de mirarme, pero no con horror, no. El pobre tenía esa cara de: "Madre mía, qué le habrá pasado a esta chica". Y yo sin inmutarme, como si no me estuviera dando cuenta. Hasta que el señor ya no pudo más y me preguntó: "Perdone joven, es que la estoy mirando, y sé que no debo hacerlo, le pido disculpas, pero no puedo evitarlo, porque no puedo parar de preguntarme qué le ha ocurrido... ¿Se quemó la cara en un accidente?", me preguntó. Y lo hizo con tanta naturalidad que se veía que no había maldad alguna. "Jajajajaja, ¡no hombre, no! Es de nacimiento. Nací así. Tengo esta cara porque tengo el Síndrome de Treacher Collins", le expliqué, dándole más detalles según me preguntaba.
Sinceramente, no me importa que me pregunten, siempre y cuando lo hagan sin retorcimiento, sin esa compasión fingida que lo que oculta es el morbo, con el corazón, como los niños. La mayoría de ellos son muy naturales preguntando: "¿Por qué tienes esa cara?", me han preguntado alguna vez, así, sin más. Los niños son el espejo de sus mayores. Si estos son retorcidos, capullos, reprimidos, mala gente, los niños también lo serán.
LA ESTUPIDEZ AJENA
Recuerdo otra ocasión en la que yo estaba jugando en el parque con mi sobrino y entonces se acercó una niña. Pensé que querría jugar con nosotros, pero no. Me preguntó, así, a bocajarro, sin decir agua va ni agua viene: "¿Tienes esa cara porque has sido mala?". Levanté la cara, la miré a los ojos con la única ceja que puedo mover muy arqueada y vi cómo detrás suyo su abuela se ponía roja como un tomate, y trataba de disimular ocultando su cara en la pechera. Estoy segura de que en su fuero interno estaba deseando que se abriera un enorme agujero en el suelo y que la tierra la tragara.
"No", le respondí amablemente. "Tengo esta cara porque nací así. Unos nacen rubios, otros son altos, otros bajitos, y yo nací así. Pero dile a tu abuela de mi parte que si quiero puedo ser muy mala". Os podéis imaginar la vergüenza que pasó la mujer. ¡Jaaaaaaaaaaajajajajaja!
Y así podría contaros un montón de anécdotas más. Pero volvamos al libro. El libro, desde la perspectiva del crío, lo clava, pero seguro que algún hermano de algún Treacher Collins o algún amigo se sentirá identificado con los puntos de vista de los demás personajes del libro y también dirá que lo clava. Recuerdo otra ocasión en la que vino una amiga de mi hermana a casa. Me miró de esa forma en que se me mira cuando se me ve por primera vez, con esa mirada de sorpresa que dura un pequeño instante pero suficientemente revelador.
Estuvieron en casa un rato y luego se marcharon. En el vestíbulo escuché cómo la chica le preguntaba a mi hermana qué me había pasado en la cara, y mi hermana respondió, encongiéndose de hombros, con un "nació así". Lo he recordado ahora, al leer el libro y me he preguntado ¿cómo llevaron mis hermanos el síndrome? ¿y mis padres? No me entiendan mal. Es que yo he sido una más de la familia y ellos siempre me han tratado como una persona normal, porque sí lo soy pero no, como explica August.
De mi madre siempre he tenido la sensación de que muy bien no lo pasó, que sufrió, porque no es fácil que hable de sus sentimientos respecto al síndrome. Puede darte mil detalles de las operaciones y tal, pero ¿cómo se sentía? Imposible sacarle una palabra. Sé que me quiere con locura, lo sé, no lo dudo. Soy su “niña bonita”, aunque más de una vez me echa en cara mi carácter y mi genio (según ella, heredados de mi abuela materna, por cierto). Sé que está orgullosa de mi, igual que mi padre. Pero lo cierto es que nunca me he planteado cómo fue su vía crucis personal. Sé que pelearon mucho por mí, que movieron Roma con Santiago para buscar a los mejores especialistas... ¿Pero cómo se sentían? ¿Qué miedos pasaron por sus cabezas?
Es más, he rescatado del olvido una anécdota que me contaron mis padres y que ocurrió cuando yo aún era un mico. Mi padre aparcó su coche al lado del kiosko, me dejó un segundo ahí (eran los años 70, señores, no se alarmen) mientras compraba la prensa del día. Al volver, mi padre se encontró con una familia, padre, madre, hijos, viéndome por el cristal del coche, dando golpecitos en la luna para llamar mi atención, como si fuera un mono de feria. En ese momento a mi padre le hirvió la sangre y se enzarzó con el susodicho cabeza de familia. Llegó a casa echando humo por las orejas y con la camisa rasgada. ¡Y bien que hizo! Como dice una amiga mía, ante determinados comportamientos: Tolerancia cero.
Tal vez porque mi vida fue tan normal, porque se empeñaron, e hicieron muy bien, en que mi vida fuera tan normal, no me lo he planteado. Y ahora, al leer el libro, me he dado cuenta, como una idiota, de que no fui la única que pasó lo suyo, mi entorno, cada uno a su manera, también, y que juntos crecimos. Y de esto habla La lección de August.
Os aseguro que es un libro fantástico, de esos que hay que tener en la estantería como un tesoro y releerlo más de una vez y regalar siempre que se tenga ocasión, porque es de esos que te tocan el corazón para siempre.